
Al comenzar las cuartas moradas, la oración contemplativa mística, es normal que la iniciativa de Dios y la infusión de luz y amor en el orante "dejan mejores efectos". Efectos que no sólo se patentizan en los esporádicos momentos de recogimiento de la mente, sino que se desbordan en la vida total del contemplativo, condicionando su conducta fraterna, configurando sus coordenadas psicológicas, y sobretodo, marcando más y mas en él, la dimensión teologal y cristológica, el primado de Dios en la vida y en la acción. Por eso, todo contemplativo pasa a ser un enamorado, con cierta dosis de "amor loco".
En el contemplativo se unifica la vida. Cesa la inevitable dicotomía entre oración y acción, entre atención a lo trascendente y presencia a las tareas de lo cotidiano, incluso en las aparentemente más rastreras y vulgares: "Marta y María andan juntas". Cuidado que aquí se juega la verdadera contemplación. El contemplativo no es un hombre de ojos en blanco y pies sin pisar tierrra. El contemplativo es un enamorado, que por la acción de Dios, hace presente en su vida en la de los demás el reino de Dios.
El contemplativo es un renacido. Estrena vida nueva. Pero la comienza como un niño. Por eso es una vida frágil. Está en dependencia total de la Madre-Dios. Está llamado a crecer, pero con el riesgo de la atrofia y de la involución. No se le dispensa de hacer, servir, trabajar y crecer, pero en cualquier etapa del proceso, es y vive más, por lo que recibe que por lo que hace.
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