Cuando habla del desasimiento, Juan de la Cruz no habla de no usar las cosas, sino del desapego. El que es rico, sea en bienes materiales o espirituales, está convencido de que no necesita de nadie ni de nada; su corazón está puesto en sus bienes, en esas riquezas encuentra la vida y por ellas la pierde; y así se imposibilita para poner su corazón en Dios.
El desasimiento que Juan nos propone es la pobreza evangélica. Las riquezas en sus dos vertientes (material y espiritual) no puede interponerse entre Dios y la persona. No puede constituir para el sujeto humano la garantía suprema y definitiva de su vida, porque eso sólo puedo serlo Dios.
La pobreza evangélica se convierte así en un modo de ser, de situarse ante la vida, ante Dios y ante los demás.
La riqueza impide la humildad, el situarse adecuadamente delante de Dios. El desasirnos de los bienes es una demostración fáctica, con hechos y no con palabras, que nuestros intereses no están en el dinero o el poder, que de verdad lo esperamos todo de Dios, y qué sólo en Él queremos poner nuestro corazón.
Por eso el contemplativo está llamado a desprenderse de sus bienes. A no poner su relación con Dios en sus logros espirituales o morales. Pero está llamado también a desprenderse de de sus poderes, "considerando a los demás como superiores a uno mismo", como nos recuerda Pablo.
Dinero y poder son las dos grandes pasiones del ser humano. Incluso a veces en la vida espiritual, se usa a Dios, para adquirir un poder muy sútil que es el poder de la buena conciencia, del juicio sobre los demás. Y no hay peor poder, que el poder religioso.
La riqueza y el poder son dos grandes ídolos de hoy y de siempre que seducen a toda persona, incluso a las más espirituales. Por eso, importa desde el principio dejar claro su caracter idolátrico, para así despejar el camino que nos permite entrar en la vía del seguimiento.
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