Los primeros ermitaños del monte Carmelo eran contemplativos. Con toda seguridad contemplaron el misterio de María, la Señora del Lugar que ocupaba el centro de la capilla donde se reunían los ermitaños. La contemplación evangélica de la Virgen se le presenta a sus ojos, como Madre premurosa, que ve crecer a su Hijo en Nazaret (cfr. Lc.2, 40. 52), lo sigue por los caminos de Palestina, lo asiste en las bodas de Caná (cfr. Jn. 2,5) y, a los pies de la Cruz , se convierte en la Madre asociada a su ofrecimiento, donándose a todos los hombres en la entrega que el mismo Jesús hace de Ella a su discípulo predilecto (cfr. Jn.19,26). Como Madre de la Iglesia , la Virgen Santa está unida a los discípulos “en continua oración” (Hch. 1,14) y, como Mujer nueva que anticipa en sí lo que se realizará un día en todos nosotros con la plena fruición de la vida trinitaria, es elevada al Cielo, de donde extiende el manto de protección de su misericordia sobre los hijos que peregrinan hacia el monte santo de la gloria.
Una tal actitud contemplativa de la mente y del corazón lleva a admirar la experiencia de fe y de amor de la Virgen , que ya vive en sí cuanto todo fiel desea y espera realizar en el misterio de Cristo y de la Iglesia (cfr. Sacrosanctum Concilium 103; Lumen gentium 53). Justamente por esto, los carmelitas y las carmelitas han elegido a María como Patrona y Madre espiritual y la tienen siempre ante los ojos del corazón, la primera seguidora de su Hijo que guía a todos al perfecto conocimiento e imitación de Cristo.
Florecerá así una intimidad de relaciones espirituales que incrementan cada vez la comunión con Cristo y con María. Para los Miembros de la Familia carmelitana María, la Virgen Madre de Dios y de los hombres, no es sólo un modelo para imitar, sino también una dulce presencia de Madre y Hermana en la cual confiar. Con acierto santa Teresa de Jesús exhortaba: “Imitad a María y considerad qué tal debe ser la grandeza de esta Señora y el bien de tenerla por Patrona” (Castillo interior, III, 1, 3).
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