Aquí la Madre Teresa ya no habla de pensar ni de imaginar, sino de un movimiento expontáneo hacia el interior no provocado por uno mismo. Las reflexiones religiosas y las imágenes han quedado atrás; ya no son importantes, así como también pierde valor el esfuerzo personal.
No obstante, la mente no está en una pasividad anodina, como si estuviera en blanco; por el contrario, toda la persona está completamente atenta, alerta al amor que se revela sin que ella lo pretenda.
Lo único que interesa en este estado de reogimiento es que uno esté abandonado a una Presencia que lo arropa y acoge. Es una presencia sin imagen. La oración aquí se hace contemplativa por sí misma y toda ella transcurre en este deleite suave de estar recogido, perdido a todos los entretenimientos que nos extrovierten.
Estamos ya en una oración mística que es don de Dios. No es lo que nosotros hacemos, sino que es Dios quien obra en nosotros. Todo el camino realizado hasta el momento ha sido liberarnos de nuestras imágenes, nuestros conceptos sobre Dios, para poder dejarle obrar con libertad. El camino de la oración ha sido un proceso de liberación de nosotros mismos, y de apertura al misterio de Dios, empequeñecido por nuestras imágenes y conceptos. Cuando la persona deja a Dios ser Dios en su vida, no es la persona la que ora, sino el Espíritu quien mueve su alma, mente y corazón. Este es el camino contemplativo cristiano.
Santa Teresa lo describe así: "Un recogimiento interior que se siente en el alma, que parece ella tiene allá otros sentidos, como acá los exteriores... y así algunas veces los llevá tras sí, que le da gana de cerrar los ojos y no oír ni ver ni entender, sino aquello en que el alma entonces se ocupa" (CC 54,3)
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