La otra virtud que nos propone Teresa es la humildad, "que aunque la digo a la postre es la principal y las abarca a todas". Con frecuencia nos hacemos una idea falsa de la humildad al concebirla como algo que nos rebaja, cuando es todo lo contrario. La humildad nos aporta la verdadera grandeza que en vano buscamos fuera de Dios, pues no hay nada más elevado que estar ante Dios y con Él. Quien se ha descubierto a sí mismo ante Dios, ha descubierto que sólo ahí estaba el lugar donde uno puede conocerse íntegramente, en medio de una luz que nos deja desnudos como nunca antes lo habíamos estado, y a la vez nos cubre de misericordia como nunca nadie lo había hecho. No somos humildes más que cuando nos encontramos con el amor de Dios, y Dios únicamente puede encontrarnos cuando somos humildes. De ahí la definición de Teresa: "humildad es andar en verdad delante de la Verdad misma" (6M 10, 7; V 40, 1-4), conocimiento de sí mismo ante Dios, conocernos como Dios nos conoce.
No son las actitudes artificiales: los encogimientos, las cobardías, los espíritus ñoños, la melancolía. Todo esto lo desenmascaró Teresa como "almas cobardes con amparo de humildad" (V 13, 2). La verdadera humildad es magnánima, fuerte, decidida: "No entendamos cosa en que se sirve más el Señor que no presumamos salir con ella, con su favor. Esta presunción querría yo en esta casa, que hace siempre crecer la humildad: tener una santa osadía, que Dios ayuda a los fuertes y no es aceptador de personas" (CV 16,8)
San Francisco de Sales insistía en el vínculo indisoluble entre humildad y generosidad: "Estas dos virtudes, humildad y generosidad, están tan juntas y van tan unidas la una a la otra que no pueden separarse. Pues la humildad que no entrañe generosidad es indudablemente falsa. La verdadera humildad, después de haber dicho: yo por mi no puedo nada, nada soy, cede el puesto a la generosidad que dice: yo lo puedo todo, pues pongo todda mi confianza en Dios que lo puede todo" (C. E. 21)
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